El papa Francisco comienza el lunes una visita de cuatro días a Chile. Para que este viaje sea exitoso, deberá enfrentar los escandalosos delitos sexuales de Fernando Karadima, un sacerdote chileno cuyo recuerdo me asedia a mí y a mi país. Los periódicos y programas de televisión en Santiago están llenos de reportajes sobre los abusos de menores cometidos por el despreciable padre Karadima y la impunidad de la que ha gozado.
Las acusaciones en contra de este clérigo se presentaron ante la Iglesia católica chilena en 2004, pero no se abrió ninguna investigación hasta que las víctimas —después de haber sido presionadas para guardar silencio durante años— finalmente hicieron público el abuso. El jueves una encuesta estimó que 90% de los chilenos quiere que el papa se reúna con las víctimas, les pida perdón y condene al padre Karadima.
Tenía 16 años la primera vez que me encontré con el padre Karadima, en 1958. Era el guía espiritual de amigos míos que profesaban un gran fervor religioso y asistían a la acomodada parroquia de El Bosque, que él presidía, y a donde yo podía llegar fácilmente en bicicleta desde mi casa.
Aunque yo era ateo, de ascendencia judía e ideas de izquierda, me intrigaba la admiración que mis amigos sentían por ese sacerdote de 27 años —al que llamaban santo—, la sabiduría y el solaz que al parecer les ofrecía a quienes estaban abrumados por los cuestionamientos y la confusión propios de la pubertad. Así que cuando, para mi sorpresa, me llegó una invitación para conversar con ese hombre santo, no dudé en aceptar. Quizá mi memoria de esa reunión esté teñida por lo que décadas más tarde supe acerca de quién era aquel sacerdote. Sin embargo, hasta donde puedo acordarme, me sentí atraído por su suave magnetismo —me trató como si yo fuera el centro del universo, como si se preocupara por mi bienestar y mis dilemas— aunque a la vez intranquilo por algo en el brillo de sus ojos persuasivos y el gozo sensual con que sus labios pronunciaban cada sílaba.
“Así que este es el muchacho que ha estado inquietando a mi rebaño con sus ideas subversivas”, dijo cuando me saludó, en referencia a mis acaloradas charlas con mis amigos acerca de Dios, el sexo y la revolución. “Vamos a ver”, añadió, sin soltar mi mano, “si podemos salvar tu alma”.
Después de que nos juntamos tres veces para discutir mis posturas poco ortodoxas, debió haber concluido a regañadientes que no había salvación posible para mi alma. En cuanto a mí, me sentía cada vez más incómodo por su presencia y el deleite con que conjuraba los terrores del infierno que le esperaban a un pecador como yo si no aceptaba las enseñanzas de la Iglesia y la supervisión de él.
El recuerdo de esos encuentros me inundó en 2010 cuando escuché que tres de sus jóvenes protegidos habían acusado al padre Karadima de abuso sexual. Pude imaginar muy fácilmente el proceso de seducción, los toqueteos tentativos, la invocación a Dios como excusa y secreto.
Me preocupaba también que ese sacerdote había guiado espiritualmente a miles de chilenos de la élite del país, incluyendo a muchos de los principales aliados y cómplices de Augusto Pinochet, el dictador que malgobernó Chile de 1973 a 1990. Una investigación del Vaticano, en 2011, declaró a Karadima culpable de abuso sexual. Las investigaciones periodísticas hallaron evidencias de corrupción financiera. Había amasado una fortuna para él y su familia estafando a sus seguidores.
El padre Karadima no ha sido el único sacerdote chileno o latinoamericano a quien se acusó de ese tipo de abuso. Las autoridades de la Iglesia católica prefirieron cerrar los ojos ante estas transgresiones. Entre los sospechosos de haber decidido pasar por alto las profanaciones de Karadima está Juan Barros Madrid, a quien el papa Francisco nombró obispo de Osorno, a 800 km al sur de Santiago, a pesar de las fuertes protestas de miembros de la diócesis. El obispo Barros era discípulo de Karadima y había sido su mano derecha.
Cuando una comisión del Vaticano declaró culpable al padre Karadima, no se le apartó del sacerdocio, sino que solo se le ordenó pasar el resto de su vida en oración y penitencia. Sin embargo, aunque el Vaticano le prohibió celebrar misas en público, se le ha fotografiado haciéndolo. Y, por cierto, no ha mostrado señal alguna de arrepentimiento, llegando incluso a declarar su inocencia ante una corte chilena.
Los chilenos de todas las clases sociales consideran que la manera en la que el papa lidie con el caso Karadima será decisivo y revelador. Al papa se le dará la bienvenida a Chile como un reformador, una voz importante a favor de los vulnerables y los olvidados, defensor de los refugiados y del medio ambiente. Tanto los creyentes como quienes no lo son respetan a la Iglesia católica porque parte de sus líderes más prominentes defendieron los derechos humanos en la dictadura de Pinochet y desafiaron las amenazas, a los escuadrones de la muerte y la persecución.
Aun así, la osada Iglesia católica chilena ahora está herida y desacreditada por los estragos del caso Karadima, por el hecho de que quienes debieron juzgarlo y castigarlo encubrieron sus crímenes. Se abrió un proceso penal, como se hizo en más de 75 casos de abuso por parte de sacerdotes, pero los jueces indicaron que la prescripción de los delitos les impedía condenar al padre Karadima.
la cinta de Matías Lira, cuenta la historia detrás de los abusos cometidos por el ex párroco de la iglesia El Bosque, Fernando Karadima
El papa Francisco necesita confrontar resueltamente esta falta de justicia y rendición de cuentas durante su visita. Debe ver esta crisis como una gran oportunidad para él, incluso como una forma de redención por el silencio que guardó en Argentina durante los años de tiranía y horror de la Guerra Sucia, un silencio que, según dicen quienes lo conocen, le causa angustia y remordimiento.
Si se pone del lado de las víctimas de la Iglesia y no del lado de su jerarquía conservadora y autocomplaciente, si condena públicamente al padre Karadima por su nombre y denuncia a cada uno de quienes han protegido a ese malhechor, el papa Francisco podría, en este encuentro, ayudar a exorcizar nuestros fantasmas y aliviar las heridas de Chile. ¿O querrá dejar el país sin haber sido fiel al mensaje liberador de Jesús?
Ariel Dorfman nació en Buenos Aires el 6 de mayo de 1942, vivió en EE.UU. y mayoritariamente en Chile. Profesor emérito de literatura en la Universidad de Duke, es autor de “Entre sueños y traidores”, de la novela “Allegro” y de Para leer al Pato Donald.
FUENTE: CLARÍN