Se nos escaparon tantas cosas, nos arrebataron tanto en tan poco tiempo, que nos viene el deseo de abrazarnos a nuestro propio dolor y decirle que ya basta. Este tiempo nos ha vuelto temerosos, nos ha rasgado el velo de seguridad con el que caminábamos, altivos, por la vida porque nos ha debilitado la esperanza. Porque nos ha carcomido nuestras certidumbres y ha puesto en jaque nuestro coqueteo con los mañanas mejores y sus sueños y anhelos. Y cuando intentás sacudirte el lastre y empezar de nuevo, llega un nuevo embate, una nueva baja, que te deja parado frente a la ventana para husmear quién más va a faltar, a qué foto del cuadro de amigos, de familia, habrá que cercenarle un integrante. Y que capaz la foto que ya no esté sea la tuya, porque te han pasado rozando tantas muertes que se han presentado todos los fantasmas a decirte que porqué no te tocaría a vos, si sos uno más, uno del montón, uno al que capaz le toque asomarse, un día de estos, a la experiencia de la que nadie quiere hablar pero que es ineludible e inexorable.

Y en este tiempo de pérdidas irreparables, no se puede dejar de lado la convicción de que este año académico, uno de los años en los que docentes y alumnos hicieron un enorme esfuerzo intelectual, emocional, corporal, económico y familiar, nos deja con los contenidos curriculares fracturados y debilitados. La convicción de que no se aprendió académicamente como se aprende en un aula real, quedará como hipótesis a verificar para las generaciones venideras. Lo que sí podemos afirmar es que, sin duda, aprendimos algo. En este tiempo de pérdidas aprendimos que no estaba tan mal encontrarse, acompañarse, pelearse en los recreos, mostrar nuestras debilidades, cambiarse de banco porque no querías estar al lado de alguien, disfrutar de los viernes a la salida de la escuela en los que docentes y alumnos nos hacíamos eco de los versos de Joan Manuel Serrat: “y uno es feliz como un niño cuando sale de la escuela”. Aprendimos que será malo volver y encontrarse con lugares vacíos en las instituciones porque al cabo de tantos meses y con este virus maldito, muchos se fueron sin retorno, muchos y tantos lugares quedaron en penumbras.
En medio de tantas pérdidas vimos desplomarse a un astro del fútbol que planteó polémicas estructurales, encuentros y desencuentros, debates políticos, alianzas y complicidades, pero que, inexorablemente, movilizó multitudes en el mundo entero. La muerte de Maradona hizo que lloráramos una vez más; o quizás nos sirvió para canalizar todas las pérdidas, todas las muertes, todos los dolores que teníamos acorralados en nuestros corazones y no nos animábamos a convertir en lágrimas. Se fue el ídolo, el chico de la villa que llegó a ser famoso, rico, lleno de gloria, cercado de éxitos alucinantes. Se fue la esperanza de que se puede salir del fantasma de la adicción. Se fue el que nos dio una revancha dudosa pero emocional ante los ingleses que nos habían arrebatado la soberanía y la dignidad. En un mundo en el que un partido de fútbol pesa más que un hallazgo científico, Diego nos devolvió la dignidad por la injusticia de Malvinas. Y se fue dejándonos una gran metáfora que debiéramos descifrar, una gran enseñanza sobre las condiciones de posibilidad externas para sostener espacios interiores de alegría y de satisfacción.

Nos dejó la certeza de que todo aquello por lo cual nos afanamos, a saber: dinero, éxito, reconocimiento social, triunfos profesionales, puede resultar insignificante a la hora de meterse en la propia interioridad y dar con aquello que tan sabiamente dibujó el poeta Amado Nervo:” vida nada me debes: vida: estamos en paz!”. Los informes sobre sus últimos días, maximizados por la prensa perversa e interesada, hicieron que nos doliera profundamente el percibir el ocaso de una vida en la más extrema soledad y en la absoluta pérdida del sentido de realidad, debilitado por las adicciones y la insatisfacción más profunda. Queda en el ideario colectivo el Dieguito que se persignaba antes de jugar un partido de fútbol. Y el deseo de que sus últimos minutos hayan estado amparados por alguna luz, alguna esperanza, alguna claridad en medio de esa noche oscura, esa Noche de Getsemaní sin retorno aparente, sin evidencias de redención.
Este año de pérdidas y de desamparos, de soledades y tristezas, tan abrumados por la idea de la muerte, tan pendientes de la vida que aún queremos vivir, tiene un fin, académico y cronológico. Un fin que coincide con un hecho bendito: la Inmaculada Concepción, para creyentes y para no creyentes. Para creyentes es el hecho primordial que da razón de ser a nuestra fe, porque es el hecho que permite que Dios habite en el mundo. Y para no creyentes, la Inmaculada Concepción, es un hecho cultural con resabios de sabiduría: lo absoluto, lo universal, lo maravilloso, elige para manifestarse a una mujer humilde y buena, sin títulos de nobleza, sin dinero, sin recomendaciones; una mujer se convierte en portavoz de lo indecible; un gran mensaje para una sociedad que ha intentado silenciar a la mujer ancestralmente y que atesora cada día un femicidio más. La sabiduría y la verdad vienen al mundo en las entrañas de una mujer y deshacerse de ellas tiene un trasfondo de intenso significado histórico y social.
Que este año de pérdidas y de revanchas sea coronado por victorias que nos encuentren a gusto con nosotros mismos y con nuestros semejantes, dispuestos a entretejer vínculos diferentes y potenciados hacia la fortaleza que nos deja el dolor, cuando es muy profundo. Recordemos que luego de la Bomba Atómica del 45, cuando se creía que en Hiroshima nunca más sería factible la vida, se encontró al ginko biloba, llamado “árbol de la vida” ,de pie, en medio de la desolación y la masacre. A sus pies inscribieron: ”Nunca más Hiroshima”. Que tengamos la capacidad de este fabuloso árbol que renació para la vida, más allá de esta atroz guerra, más allá de toda catástrofe existencial. Para la vida y para la felicidad.
Lic. Graciela Jatib

Ventana del Norte